Mi abuelito Otto era hombre de pocas palabras e ideas prácticas, fuera de la caja. Concretadas con sus propias manos, literalmente.
Nació en Alemania con el tiempo justo para tener una infancia entre diez hermana/os mayores y otro menor y con libertad para desarmar a su gusto la máquina de coser de su mamá los domingos mientras ella iba a la misa (condición: tener la máquina lista y andando de nuevo, sin piezas sobrantes, cuando la mamá estuviera de regreso). Con el tiempo justo para ver por sí mismo al tal Hitler durante una reunión multitudinaria y ver también cómo reaccionó la gente a su alrededor cuando él, Otto, no se levantó de su asiento ni saludó con el gesto nazi como hacía toda la demás gente ahí, en masa: él estaba observando y fue suficiente; tomó la decisión difícil y decidió irse.
Atravesó el océano con un baúl de ropa y una caja con libros de matemáticas y de ingeniería que atesoró luego el resto de su vida. Se empleó en un ingenio de azúcar como ingeniero. Formó familia (y después llegó mi Mamá, y llegué también yo a esta partecita de historia).
Me imagino a mi abuelito en el ingenio, yendo y viniendo; cariñoso y dado con la gente para entenderla y para serle útil, igual que en su casa. Trabajador a full, hasta la vejez en la que se dedicaba a reparar relojes, fabricando él mismo las piezas faltantes.
Sí, mi abuelito era ingeniero inventor. Y sí: también muy posiblemente, era autista.